Con el paso de los años, tras sumar cientos de entrenamientos, decenas de carreras, se nos hace difícil prestar atención a pequeños detalles o quizá nunca nadie nos haya enseñado a mirarlos.

Buscamos  mejorar marcas o doblegar retos nuevos y caemos en la desidia de no zambullirnos “en y de”  todo aquello que nos rodea. Movilizamos nuestra energía cuando empieza a escasear, pensando en el sacrificio de nuestra preparación, en el gel del avituallamiento, en la poca distancia que  queda, en el crono, en la posición o en la recompensa de la línea de meta. Pero un ligero roce espontáneo puede cambiarlo todo. Contagiada en carrera es la historia de nuestra compañera Belén “Pegasus”,  experta en trail  y  carreras de montaña, quería compartirlo y enseñarnos uno de esos muchos elementos clave dónde mirar:

La carita expectante.
Los ojos fijos, sin apenas pestañear.
La boca abierta en una franca sonrisa.
El cuerpo tenso, preparado.
La mano abierta, lista para el encuentro.

¡Cuántos niños me habrán tendido la mano y cuántas de ellas habré chocado mientras competía!

Ese fugaz contacto suele suponer un subidón, rozar la mano de un pitufo me da alas para proseguir mi camino hacia meta. Sin embargo, en ocasiones, cuando voy justa de fuerzas, compitiendo a tope o jugándome un puesto de honor, el mero acto de tender la mano hacia ese serecillo ilusionado se me antoja un esfuerzo imposible, un derroche de energía, un obstáculo insalvable…

En septiembre de 2011 participé en la Sorginen Lasterketa, la “carrera de las brujas”, una prueba de 25 km que discurre por el Parque Natural del Urkiola, a los pies del mítico Anboto. La considero una carrera especial por el cariño que pone la organización en cada detalle, los bellísimos parajes, su origen en la encantadora localidad de Axpe (Atxondo, Bizkaia), la increíble animación a lo largo del recorrido, el ambiente entre los corredores y, especialmente, la presencia invisible de Mari, la dama del Anboto, deidad femenina que habita en cada una de las cumbres de las montañas vascas.

Apenas llevaba un año corriendo por montaña cuando me atreví con esta carrera, que me quedaba aún grande. Contra todo pronóstico, la subida inicial me costó sangre y ayuda, si bien los kilómetros siguientes fueron pasando sin problemas a medida que me entonaba, disfrutando infinitamente de los parajes del Urkiola. El final del recorrido discurría por un bidegorri, un paseo peatonal de tierra que se hallaba muy transitado aquel domingo de septiembre por corredores, ciclistas, familias con niños pequeños, jubilados, etc., los cuales nos animaban al vernos con dorsal. No estoy segura si sería por el calor, la humedad o un ritmo inadecuado, el caso es que en ese último tramo, a falta de tres o cuatro kilómetros para meta, entré en un agujero y me sentí sin fuerzas para mantener el ritmo.

En el bidegorri, a lo lejos, divisé a una parejacon dos pitufillos, que comenzaron a proferir gritos de ánimo conforme me acercaba. Al pasar junto a ellos, la nena, de unos tres años, me tendió tímidamente la mano y, al rozarnos, me entregó una florecilla morada, sin apenas tallo.

Aquel gesto, tan pequeño, tan grande, cambió el final de mi Sorginen. La niña y su flor me dieron alas, me hicieron sentir feliz, pletórica, desbordada de energía… y flotando con una sonrisa proseguí mi camino hacia Axpe mientras evitaba dañar tan preciado regalo.

Aquella niña anónima, la del bidegorri de Axpe, está grabada en mi corazón y, por eso, cada vez que choco una manita temblorosa en carrera, recibo, de nuevo, una flor. Morada, sin apenas tallo y de las que dan alas, para más señas.

  Belén.